Dolores lleva en el nombre dos palabras de verdades, el dolor y los olores el espíritu y la carne, que cuando digo su nombre Dolores me huele a calle, a sol de verano en Andújar, a Jaén cruzada en valles, a historias de amor en la Sierra, a la madre. Dolores tiene el aroma de la vida y de la sangre.
El dolor, en singular, hoy se voló por los aires y nos dejó la fragancia del patio de claridades, en donde habita su nombre y que me huele a azahares andaluces y rebeldes, olorosos como panes, que Dolores es un siempre, un nombre de despertares.
Poema a la muerte de mi tita Dolores, el día de Navidad de 2008, un día extraño.
Leyendo esta tarde a Juan Ramón Jiménez, descubriéndolo en muchos sentidos, he encontrado un texto que he sentido la necesidad de compartir, para que el eco que ha creado en mi alma resuene fuera también y, quién sabe, tal vez a alguien más le haga de espejo de algo...
recuerdo atrofiado
Cada día lo dejaba para el siguiente. Era un recuerdo que no quería dejar de recordar bien, y que nunca tenía tiempo de recordar a mi gusto, y no lo quería recordar mal, y no lo recordaba. Yo estaba tranquilo porque sentía que el recuerdo estaba en mí seguro recordándose solo, como algo material que interceptaba sin mi voluntad el paso del borrador olvido. Como cuando se hace un nudo en un pañuelo, se había hecho en mi memoria día tras día un nudo. Un día en que tuve el tiempo, me eché en mi sofá ocioso, como suelo en estos casos, a recordar mi recuerdo. No lo pude recordar ya. Estaba en mí, pero duro, seco, pesado, como un mendrugo, un hueso, un callo del pensamiento, dolor fósil, como un obstáculo inútil del olvido.
Este 25 de noviembre es especial, es un aniversario que se vuelve circular, pues celebra una especie de retorno al punto de partida. Se cumplen 3 años de un final que conecta con un incio 3 años antes. 6 en total... solo números para hablar de un sentimiento de distancia
Mata el hambre, la sed la herida, Accidente incomprensible del alma Radical, sin querer y queriendo demasiado, Tormenta de una noche en espiral suicida Abandonada a un final, sin remedio.
Ayer cumplí treinta años. Era sábado y los bosques en el Empordà olían a una suma infinita de fragancias, húmedas y penetrantes. Puedo cerrar los ojos y sentirlas, una a una, sin necesidad de ponerles nombre; hace mucho tiempo que esos aromas y yo nos conocemos, y tantos otros. No son un aire cualquiera que se comporte como lo haría el aire común que se respira. Éstos entran por la nariz y desde allí suben rápido a la sien (vibran dentro de ella, tanto que a veces obligan a cerrar los ojos), a la vez que bajan al pecho por el lado del corazón, y eso se sabe porque lo aceleran cuidadosamente. Yo tengo la certeza de que esos olores en la vida han acudido a buscarme y se me han ido instalando e inventariando, de forma nada aleatoria, en algún lugar del alma (si es que “alma” es sinónimo de “bien adentro"), y cada reencuentro con uno de ellos es una llave, la misma y siempre distinta, hacia un sentimiento esencial y siempre nuevo. Tienen algo de parecido a los sueños.
Cuando acudo, a veces por puro placer, otras por necesidad o por accidente, a uno de esos olores, entro en un terreno de la percepción y del recuerdo que implica a los cinco sentidos y que nada tiene que ver con una memoria sencilla de las cosas o los hechos. El olor de mi aula de parvulario, por ejemplo, es azulado y sabe a pan y leche. Es dulzón, mezcla de plastidecor y pañales, y tiene algo de profundamente mío. Es tal vez por esa razón que me he cruzado con él de forma especialmente repetida en estos treinta años. La última vez sucedió en la sala de espera de mi traumatólogo, y me di cuenta de que todavía le tenía un cierto miedo a la soledad. Y digo “cierto” porque en realidad ese olor me gusta y me hace sentir valiente, aunque he de admitir que sigo teniéndole respeto al desafío de hacerme compañía. Creo que esa es una de las razonas por las que escribo.
Y, en cambio, es la primera vez que describo alguno de esos olores que perfuman mi biografía. No resulta fácil hablar de uno mismo en estos términos. Sin embargo, hoy me siento especialmente cerca de lo que me revelan esos olores y podría escribir, por ejemplo, sobre uno que tengo especialmente instalado en el alma. Es el aroma que desprendía cuando volvíamos de vacaciones el piso donde me crié, que es lo más parecido a un abrazo. Me encantaba ese momento en el que mi padre (no sé por qué diría que siempre abría él la puerta) entraba con las maletas y mi hermana y mi madre le seguíamos, y yo me quedaba parada en algún lugar, invadida por ese olor a madera y a silencio, de un amarillo muy cálido y con sabor a sopa caliente. Desde entonces siempre me paro a oler la vuelta a casa después de un viaje (y he tenido ya algunas casas después de aquella, y muchos viajes) y aunque el olor no se repita idéntico, sí lo hace el abrazo y el amarillo cálido con sabor a sopa caliente. Y ese es para mí el olor del regreso.
Pero ayer cumplí treinta años y algo en mí surgió, renovado. El bosque que rodeaba el lugar donde celebré mi fiesta olía igual que aquellos juegos infantiles en la casa que tuvimos en la Costa Brava, cuando me hacía cabañas entre las encinas y los pinos, y preparaba comidas con madroños. Me invadió de nuevo y me abrió de par en par, como las compuertas de una presa. Tal vez lo favoreció el azar de la lluvia, pues ese olor en mi recuerdo está mojado, recién llovido, cargado de una sensación verde de aventura y comienzo, y que ayer volvió a mí desprovista por primera vez de la melancolía; porque todos estos olores en mi alma han tenido siempre algo de melancolía, que es la suma del placer y el dolor que se convocan en el encuentro de una memoria divagante como la mía consigo misma, con el espejo del cambio.
No me asusta el cambio, lo celebro. Es domingo y respiro intensamente este instante, que es anaranjado y huele a papel de post-it mezclado con el suavizante de mi ropa. No estoy sola. Soy feliz y mañana será lunes y seré yo, con aroma a comienzo.
Te escribo poco últimamente, seguramente por dos razones: tengo menos tiempo y, en mi tiempo libre, estoy menos sola, con la parte mejor y peor que eso tiene. Porque la verdad es que estar solo puede ser muy positivo cuando hace que lo que se te pasa por la cabeza o por el alma con ganas de ser compartido salga igual pero de otra forma, como por ejemplo en un post.
Me hace pensar en que tenemos una especie de tope en nuestra capacidad de compartir, y que cuando en algunos momentos se llega a ese tope por unas vías, las otras quedan como entre paréntesis, siempre disponibles pero menos concurridas por esa suma de factores.
Este post no es para nada una disculpa, porque la ventaja que tiene mi blog es que nadie me pidió nunca que lo creara ni me pide que lo mantenga. Es un post no-post, un silencio explicado con algunas palabras que no son más que una visita, un saludo a mí misma y a esta parte de mí que es miércoles18 y a la que siempre me gusta volver como quien regresa a casa.
Hace tiempo un amigo me pidió que escribiera un texto sobre el "antiapocalipsis" para una revista online llamada Chichi&Co que, creo, no llegó a publicar su segundo número...
Me autopublico entonces ahora que me ha venido a la memoria revisando documentos de entonces, poco antes de crear este blog.
EL CANTO DEL CISNE
Busquemos algo bueno, no en apariencia, sino sólido y duradero, y más hermoso por sus partes más escondidas; descubrámoslo. No está lejos: se encontrará; solo hace falta saber hacia dónde extender la mano; mas pasamos, como en tinieblas, al lado de las cosas, tropezando con las mismas que deseamos… Lucio Anneo Séneca (4 a.C.–65 d.C.)
Las primeras líneas de mi texto las quiero consagrar al aviso de que no tengo grandes conclusiones, de que no hay una tesis que justificar; más bien se trata de compartir algunas ideas que, alrededor de un tema tan oceánico como el antiapocalipsis, se me venían desordenadas y perdidas a la cabeza estos días.
Y es que la propuesta me parece de una ambición considerable, porque al fin y al cabo, es como reflexionar sobre algo así como “el estado de ánimo del mundo”… ¡complicada tarea para una mente dispersa como la mía!
Así que cuando decidí participar del reto me puse a pensar un rato, a ratos, a mirar distinto, a leer un poco, de unos pocos… y aunque seguía sin conclusiones ni tesis, me di cuenta de que el mundo, o al menos el mío, estaba lleno de señales antiapocalípticas y que por tanto tenía que encontrar la forma de compartirlas con vosotros.
La primera cosa en la que estuve pensando fue curiosamente en la astrología. Me contaron hace poco que se está produciendo el paso de la era pisciana (regente en los últimos 2160 años) a la acuariana, propiciada según google por una nueva frecuencia que afecta al planeta llamada la “banda fotónica de Alción” y que además coincide con un fenómeno puramente astronómico de retrogradación de un tal “punto vernal” llamado Gamma... (hasta aquí no hemos entendido nada, estoy de acuerdo). Si la era pisciana ha sido la del poder, el control, los miedos, la codicia, la violencia o la adicción, la acuariana será la de la ruptura y la liberación, la del libre albedrío y el amor. El tema es que nosotros estaríamos justo en medio de las dos (no se ponen muy de acuerdo sobre las fechas), así que por un momento me pareció que tenía cierto sentido hablar de un supuesto cambio de era atrológica/astronómica como responsable de estos tiempos antiapocalípticos en los que andamos como perdidos buscando señales, guías, evasiones, inspiraciones, rupturas … y en los que tanta gente se acerca (en el mejor de los casos) a grupos místicos, agrupaciones New Age o técnicas orientales de todo tipo. Parecía que la cosa cuadraba bastante; no sé qué os parecerá a vosotros…
Pero a mí, y tal vez por un exceso de racionalidad (o falta de fe), me hacía sentir algo incómoda la idea de defender esta teoría sobre la actitud antiapocalíptica, puesto que tampoco es la que practico yo, que soy en general bastante reacia a los credos de cualquier tipo. Así que me tomé un día de reflexión entre libros (enfermedad imaginaria para los amigos y menos imaginaria para mis jefes) para hurgar un poco a ciegas entre otras posibles ideas que compartir con vosotros. Este viaje fue más placentero e inspirador, pero tampoco me llevó a grandes respuestas y, como todo viaje desordenado a la inmensidad de los libros, me dejó un poco con hambre. Pero me paseé entre poetas, filósofos, místicos y otros publicadores de algo, y anoté algunas ideas útiles y pasé por muchas otras más o menos interesantes.
Por ejemplo, lo primero que anoté fue una cita del poeta Roberto Bolaño en una entrevista para la revista Quimera , donde afirma que el sueño es como el psiquiatra que cada noche te está curando. Me llamó la atención esa idea, porque siempre he pensado que dormir es una actividad fantástica de la que hablamos poco, un descanso de uno mismo y del mundo que ofrece una verdadera salvación a ciertos días de apocalipsis. Una oda al dormir (y la libertad de los sueños) como emblema del antiapocalipsis me pareció también un buen tema del que hablaros; y hasta pensé en un posible video en el que varias escenas de violencia, de miedo, de tristeza, etc. fueran intercaladas con escenas de plácido sueño, como ese paréntesis universal en medio de cualquier situación de fin de un mundo... Luego pensé que los desastres ecológicos no duermen de noche, y que a veces se tienen pesadillas, y que siempre nos acabamos despertando… y por eso me quedé solo con la frase de Bolaño.
Después di un paseo y hacía un día precioso, y me di cuenta de cómo las calles, los portales, la gente, los detalles más pequeños, podían convertirse en una colección de señales del antiapocalipsis; y pensé en un posible reportaje de fotos, de pequeñas situaciones que me sorprenden a veces y que me parecen positivas y esperanzadoras: la floristería de la esquina, el viejo “loco” que canta ópera en una placeta de Gran de Gràcia, el sol entre las hojas de un árbol, los voluntarios de Oxfam tenaces a la salida del metro, la señora que me pide que le alcance una lata de berberechos demasiado alta en el colmado… de repente me di cuenta de que el día estaba lleno de cosas que me parecían antiapocalípticas, y también de que no es porque lo fueran especialmente, sino porque yo las veía así; por eso me dije que tal vez era algo demasiado personal.
Así que volví a los libros, y esta vez me incliné por títulos bien serios como El fin de la modernidad de Giani Vattimo, o El fruto de la nada del Maestro Eckhart, y algo de Sabater sobre el siglo XXI y de Amador Vega sobre el nihilismo… en fin, que me metí en camisa de once varas porque todo resultaba demasiado complejo y disperso. Anoté algunas cosas, pero pensé que os aburriría y me aburriría a mí misma hablando del fin de la historia según Gehlen o Heidegger, o de la idea de la pobreza de espíritu de las bienaventuranzas según Eckhart… estaréis de acuerdo conmigo (o lo hubierais estado).
Y justo entonces, cuando me sentía del todo desorientada y a punto de desistir, di con Sócrates, con su biografía y con la mítica escena de su muerte, que relata Platón en El Fedón. Regresé gracias a ese libro a la anécdota del canto del cisne, que leí hace muchos años, y me pareció una imagen preciosa de la actitud antiapocalíptica que andaba buscando, y pensé que aunque no sabía qué contaría en mi artículo, acabaría mi texto con ella (suele pasarme que me motiva más pensar en el final que en el principio de ciertas cosas). Os cuento: Se decía en la antigua Grecia que los cisnes entonan sus más intensos y bellos cantos antes de morir , y no sé si es o no verdad, pero Platón lo usa como ejemplo de la muerte de Sócrates, de su actitud positiva y valiente ante el final, ante su propio apocalipsis.
Pensé que me gustan los finales que no se angustian, los que se rinden homenaje, los que se rebelan contra las falsas consolaciones y no necesitan promesas, ni se condenan. Me gusta pensar en los finales por adelantado, porque en el final de las cosas está muy a menudo su máximo interés, y porque el apocalipsis sucede cada día, y cada día sucede lo contrario. La vida tiene menos que ver con los principios que con la dignidad de los finales .
SOBRE LA AUTORA
Nací un miércoles de octubre hace más o menos veintiocho años y me llamaron Belén. Desde entonces, me dedico al tan interesante como inevitable (según el día) oficio de vivir conmigo; y me encantan los miércoles, y hasta mi nombre.
Curiosa empedernida, madura a ratos, romántica desencantada, sincera sin remedio, solitaria a regañadientes, impaciente, amante de las palabras y de ciertos silencios, amiga de lo relativo y de mis amigos, una de las pocas cosas absolutas.
Me encantaría pasarme el resto de mi vida viajando, buscando, descubriendo, compartiendo, escribiendo… todo eso que a veces me parece que solo hago a ratos, a medias; pero que va conmigo como mi nombre, como los miércoles.
Ya que ayer me perdí un gran concierto, conjuro mi rabia con un post... más vale tarde que nunca. El año que viene no me pierdo lo bueno del Sónar, prometido!