lunes, octubre 20, 2008

18 de octubre

Ayer cumplí treinta años. Era sábado y los bosques en el Empordà olían a una suma infinita de fragancias, húmedas y penetrantes. Puedo cerrar los ojos y sentirlas, una a una, sin necesidad de ponerles nombre; hace mucho tiempo que esos aromas y yo nos conocemos, y tantos otros. No son un aire cualquiera que se comporte como lo haría el aire común que se respira. Éstos entran por la nariz y desde allí suben rápido a la sien (vibran dentro de ella, tanto que a veces obligan a cerrar los ojos), a la vez que bajan al pecho por el lado del corazón, y eso se sabe porque lo aceleran cuidadosamente. Yo tengo la certeza de que esos olores en la vida han acudido a buscarme y se me han ido instalando e inventariando, de forma nada aleatoria, en algún lugar del alma (si es que “alma” es sinónimo de “bien adentro"), y cada reencuentro con uno de ellos es una llave, la misma y siempre distinta, hacia un sentimiento esencial y siempre nuevo. Tienen algo de parecido a los sueños.

Cuando acudo, a veces por puro placer, otras por necesidad o por accidente, a uno de esos olores, entro en un terreno de la percepción y del recuerdo que implica a los cinco sentidos y que nada tiene que ver con una memoria sencilla de las cosas o los hechos. El olor de mi aula de parvulario, por ejemplo, es azulado y sabe a pan y leche. Es dulzón, mezcla de plastidecor y pañales, y tiene algo de profundamente mío. Es tal vez por esa razón que me he cruzado con él de forma especialmente repetida en estos treinta años. La última vez sucedió en la sala de espera de mi traumatólogo, y me di cuenta de que todavía le tenía un cierto miedo a la soledad. Y digo “cierto” porque en realidad ese olor me gusta y me hace sentir valiente, aunque he de admitir que sigo teniéndole respeto al desafío de hacerme compañía. Creo que esa es una de las razonas por las que escribo.

Y, en cambio, es la primera vez que describo alguno de esos olores que perfuman mi biografía. No resulta fácil hablar de uno mismo en estos términos. Sin embargo, hoy me siento especialmente cerca de lo que me revelan esos olores y podría escribir, por ejemplo, sobre uno que tengo especialmente instalado en el alma. Es el aroma que desprendía cuando volvíamos de vacaciones el piso donde me crié, que es lo más parecido a un abrazo. Me encantaba ese momento en el que mi padre (no sé por qué diría que siempre abría él la puerta) entraba con las maletas y mi hermana y mi madre le seguíamos, y yo me quedaba parada en algún lugar, invadida por ese olor a madera y a silencio, de un amarillo muy cálido y con sabor a sopa caliente. Desde entonces siempre me paro a oler la vuelta a casa después de un viaje (y he tenido ya algunas casas después de aquella, y muchos viajes) y aunque el olor no se repita idéntico, sí lo hace el abrazo y el amarillo cálido con sabor a sopa caliente. Y ese es para mí el olor del regreso.

Pero ayer cumplí treinta años y algo en mí surgió, renovado. El bosque que rodeaba el lugar donde celebré mi fiesta olía igual que aquellos juegos infantiles en la casa que tuvimos en la Costa Brava, cuando me hacía cabañas entre las encinas y los pinos, y preparaba comidas con madroños. Me invadió de nuevo y me abrió de par en par, como las compuertas de una presa. Tal vez lo favoreció el azar de la lluvia, pues ese olor en mi recuerdo está mojado, recién llovido, cargado de una sensación verde de aventura y comienzo, y que ayer volvió a mí desprovista por primera vez de la melancolía; porque todos estos olores en mi alma han tenido siempre algo de melancolía, que es la suma del placer y el dolor que se convocan en el encuentro de una memoria divagante como la mía consigo misma, con el espejo del cambio.

No me asusta el cambio, lo celebro. Es domingo y respiro intensamente este instante, que es anaranjado y huele a papel de post-it mezclado con el suavizante de mi ropa. No estoy sola. Soy feliz y mañana será lunes y seré yo, con aroma a comienzo.

 
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