El suyo fue un amor de dos estaciones. Empezó una noche de septiembre, todavía era verano. La piel aún morena era un territorio accesible e infinito para la sorpresa y la prisa del primer fogonazo del enamoramiento. Él sintió la certeza del deseo y la fascinación de lo posible; ella dejó que su puerta abierta le dejara entrar y pasó por alto algunas intuiciones. La noche de verano dio paso a muchas otras de otoño. Se sabían precipitándose en el vértigo, se sentían valientes y se entregaron desde ese lugar que siempre es común entre dos que se desean: el presente y las ganas. En invierno todo era certeza y amor, ella dejaba a veces que hablaran algunas de sus intuiciones, él se callaba. A pocos días de la primavera, él le dijo que no se verían más, que todos los planes vividos y proyectados habían sido verdad pero que no sucederían ya los segundos. Se armó de su miedo y se lo dijo, se disfrazó de certeza y se lo repitió, se atrincheró en el silencio y lo mantuvo.
El suyo fue un amor de dos estaciones, empezó una noche de verano y nadie podría juzgarlo corto o incluso inútil porque acabara en silencio. ¿Es lo que dura una ilusión o el dolor que causa que termine la medida para decidir su sentido?