jueves, diciembre 10, 2009

Columna 1

Dessine-moi un mouton, decía el Principito, sin saber que aquel ejemplar al que convocaba a su planeta podía ser el inocente y tierno principio del fin. O tal vez lo sabía, él que así a lo tonto soltaba verdades como puños y no parecía ajeno a lo que se nos venía encima. El caso es que no sé yo qué fortuna habría tenido el animal en aquel mundo de haber sido real, pero en éste parece que su proliferación excesiva ha dado ya prueba de unos efectos devastadores, además de malolientes.
La BBC explica que los eructos del ganado ovino (y vacuno, de paso) constituyen un "problema importante" en la lucha contra el cambio climático, pues el metano resulta ser uno de los gases más potentes en el llamado efecto invernadero. Australia, por ejemplo, cuenta con unos ochenta millones de ovejas y los científicos creen que si pueden reducir la cantidad de emisiones de metano que liberan estas bestias cada vez que eructan, tendría un impacto significativo en el calentamiento global. No lo dudo, pero no puedo evitar imaginarme el mundo realmente así ahora, como un gran invernadero en el que nos han encerrado a todos con un montón de vacas y ovejas eructando (entre otras cosas) y de repente siento que me falta el aire.
El dato tranquilizador es que los expertos se han puesto manos a la obra; qué sería de nosotros sin expertos en el mundo. Están comprobando cuánto eructan los ovinos después de comer, y para ello los mantienen en cabinas para contabilizar los gases que emiten según lo que comen, y según su ADN y tal vez hasta según el rizo de su lana. Tiene que ser un trabajo duro el de nuestros científicos, y me alegra que ellos lo hagan mientras yo escribo, porque no todo el mundo es capaz de soportar tal disciplina.
A mí me da más por pensar en las ovejitas, metidas cada una en su apestosa cabina, y me apenan porque seguramente no entienden nada y hasta puede que con el estrés del encierro eructen más y alteren los resultados, sin que los expertos lleguen a adivinar nunca si la respuesta está en la genética, en el menú de las ovejas o, como con tantas otras cosas, en la naturaleza de un mundo al que, como principitos de verdad, hemos convocado en exceso a cantidad de cosas difíciles de controlar.

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