No encuentro palabras,
no encuentro las palabras para nombrar
no encuentro las palabras para nombrar
aquello
que precede a eso
que
lo cambia todo,
palabras
para quedarme en el filo, de puntillas,
lamiendo
el latido en las coordenadas
del
justo antes.
No
hay forma de detenerme ahí,
en
el umbral de lo que está por llegar,
el
limbo de lo anterior
donde,
como en un parpadeo,
no
hay tiempo ni espacio ni verbo,
no
hay remedio.
Porque ¿cómo
saberse
en el
prólogo del amor,
en el
preludio de la pérdida,
el
oráculo de la guerra,
en la
antesala de la suerte
o el
presagio de la muerte,
en
el preliminar del encuentro,
el origen
del incendio,
en el
embrión de la herida,
o el
aperitivo de la huida?
¿Cómo
saberse en el preámbulo
si
es invisible, inasible, inaprensible.
Cómo
adivinar el sonido
cuando
nace lejano y viaja
si
sólo se conoce cuando se ha oído?
Así que me
encuentro, como tú, ante la vida
desnuda,
respirando,
sin crisálida
que envuelva y anuncie
la
mudanza y el tránsito.
Porque somos gota de lluvia en la ola,
piedra
en el ojo del huracán,
grito
en el aliento del ruido,
y no hay palabras refugio
y no hay palabras refugio
para
esta espera sin nombre,
para
el justo antes de lo que vendrá
en
el que siempre, siempre me encuentro,
pero
no me reconozco.
A
veces me quedo muda y atenta
como
un cormorán frente al mar,
con
las alas bien abiertas,
en
la quietud de lo posible,
y sé,
como él, cuál es mi deber:
me
calzo, entre la esperanza y el miedo,
las botas
de la vida,
y
sin cuándo, cómo ni dónde,
sin domesticarme
cabalgo
sobre
el caballo de la luz
y de
la sombra.
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